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El título Casablanca hace alusión al escenario de todo el filme, la arena donde el vaivén de la guerra trae un romance cargado de nacionalismo revolucionario aprovechando los tiempos.

La Gioconda

Iván García Laverde  |  05 de febrero de 2017 (10:33 h.)
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Es realmente difícil explicar con palabras lo que una película puede llegar a generar en un aleatorio espectador, eso es el arte del cine: expresar lo que las miradas callan, llamar lo innombrable desde ese lado sensible de nuestra conciencia, inmortalizar un sueño en el tiempo que nos ataca a todos en esta ruleta que es la vida.

Por: Iván García

“…And when two lovers woo
They still say, I love you
On that you can rely
No matter what the future brings
As time goes by…” – As time goes by

En 1942, cuando el mundo entero giraba alrededor de la que se puede considerar la guerra más polémica en la historia reciente de la humanidad, un par de genios tuvieron la idea de  hacer una película romántica. Michael Curtiz y William Wyler hicieron lo suyo en esos años, exponiendo Casablanca y Mrs. Miniver como la dupla más taquillera del año en Norteamérica. Sin embargo, al César lo que es del César… El tiempo se ha encargado de darle su lugar como la mejor a Casablanca, no sólo entre la acomplejada opinión colectiva, pues el romance melancólico que resguarda ese vibrante café desértico también le ha dado un puesto en The National Film Registry, de los Estados Unidos como la segunda mejor película de todos los tiempos (sólo detrás de Citizen Kane), un pequeño reconocimiento en una larga lista que hace eco de su proeza en la memoria de cualquier cinéfilo.

El título Casablanca hace alusión al escenario de todo el filme, la arena donde el vaivén de la guerra trae un romance cargado de nacionalismo revolucionario aprovechando los tiempos. Además de ser un mercado negro en el desierto, ésta ciudad constituía en su época un ágora y la última esperanza para los refugiados o perseguidos por el tercer Reich, debido a ser la última parada entre Europa y un barco directo desde Lisboa a América. Allí es donde Rick Blaine se encuentra establecido, dándole un poco de vida y estilo a las noches con su Rick’s Cafe Americain, posteriormente él se encontrará de nuevo a Ilsa Lund, su antigua amante, quién lo abandonó en París durante la ocupación alemana, acompañada de Víctor Lazlo (su marido) quienes buscan desesperadamente llegar al nuevo mundo. Un pasaporte hacia la revolución perfecta, un amor roto con secuelas latentes, la segunda guerra mundial y Michael Curtiz hacen la receta perfecta para cocer uno de los romances más memorable en la historia del cine.

Con un elenco más que distinguido, Humphrey Bogart (Rick) destila su primera actuación como amante después de encasillados papeles como gánster en su carrera, en él se refleja una esencia carmesí que trasciende el blanco y negro de la cinta, su papel de cínico apasionado es tan elegante como comprometedor, la academia reconoció este como uno de sus papeles más exigentes, estando cerca de otorgarle su primer Óscar en 1943. A su lado, con una tierna estirpe y una belleza sobrecogedora, Ingrid Bergman (Ilsa) empezaba a crear el idealizado París de ahora junto a su amante, su química de actores deja mucho que desear de los amores “auténticos” actuales… No se puede decir mucho de su actuación sin sentir que se limita el arte de su mirada, si bien es cierto que la cámara hace sus trucos, esta chica es una maga evocando un amor palpable e inmutable que hace realista el deseo de cualquier enamorado.

Los papeles de segundo plano de Paul Henreid (Víctor), Claude Rains (Capitán Renault), incluso Conrad Veidt (Mayor Strasser) ambientan la película y le dan realismo nato a su ambiente. Renault y Rick combinan la sátira de sus personalidades cínicas con un patriotismo que consigna un solo sustantivo: amistad. Por otro lado, Víctor y Strasser, brindan un drama necesario a la película, que usa a favor la rivalidad de la guerra para personificarla en estos dos personajes. 

Es realmente difícil explicar con palabras lo que una película puede llegar a generar en un aleatorio espectador, eso es el arte del cine: expresar lo que las miradas callan, llamar lo innombrable desde ese lado sensible de nuestra conciencia, inmortalizar un sueño en el tiempo que nos ataca a todos en esta ruleta que es la vida. Más allá de seguir alabando la película protagonista, de acabar hablando de Curtiz en su papelón como director que le cobro un Óscar o de los guionistas que hacen del lenguaje una fantasía en cada escena, la música de Max Steiner, y absolutamente cada detalle de sus apasionantes trabajos, el mensaje central de este escrito es solamente uno: observe la película, mídala a su vida, estírela y acóplela como se hace con lo que es únicamente suyo, porque así son los clásicos del arte.

Como el David de Miguel Ángel, como la Marsellesa, el desliz de un pincel en las manos de Van Gogh, la melodía que nació de Mozart o como cualquier clásico, Casablanca es una obra maestra del séptimo arte, ha sido esa película que no cambia desde la primera vez que se observa, y será siempre La Gioconda del cine.

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